Volvemos al apagón porque eran las dos de la tarde y yo tenía que irme a trabajar. Bueno, no tenía-tenía, pero es que me va la marcha.
El metro estaba cerrado, el túnel de la M30 estaba cerrado, y no sabía si los autobuses estaban pasando, así que tomé una decisión desesperada: cruzar el puente de Toledo a pie.
Es que todas las desgracias me vienen juntas.
El metro estaba cerrado, el túnel de la M30 estaba cerrado, y no sabía si los autobuses estaban pasando, así que tomé una decisión desesperada: cruzar el puente de Toledo a pie.
Es que todas las desgracias me vienen juntas.
Una vez en Pirámides, tuve la increíble suerte de que pasó un autobús. Y además había sitio para sentarse. Y además al lado de los cargadores para el móvil. Donde procedí a cargar el móvil, por si acaso, porque no había ni línea, ni internet, ni la madre que lo parió.
Yo iba mandando mensajes con la esperanza de que en algún momento llegaran, pero es que no iban ni los SMS, no sé, lo siguiente era que dejara de funcionar la rueda o el fuego.
El autobús me dejó en la Plaza Mayor, donde de pronto conseguí cobertura, cosa que estaría muy bien si no fuera porque ahora los que no tenían cobertura eran los demás.
El centro era un homenaje al absurdo. Había tiendas cerradas del todo. Había tiendas que no podían echar el cierre y habían hecho barricadas cajas o carritos, y los dependientes estaban haciendo guardia mientras se echaban un cigarro. Otras estaban totalmente abiertas y la gente estaba mirando ropa, totalmente ajena al hecho de que si quisieran llevarse algo no iban a poder pagarlo. En el Desigual, la dependienta explicaba a unas señoras que tenían que salir, y las señoras protestaban porque no entendían por qué. La mayoría de los bares estaban abiertos; la gente que intentaba volver a casa se mezclaba con la que estaba de paseo porque no tenía nada mejor que hacer. Sin acceso a internet, se preguntaban unos a otros cómo ir a tal sitio, si había luz de donde ellos venían, si pasaban autobuses. Y, sin embargo, casi todo era silencio.
En Sol, a saber cómo, conseguí la cobertura suficiente como para enterarme de que, debido a las circunstancias, tenía que incorporarme al trabajo en otra dirección.
Pero en otra, otra. Como si a mitad de camino a la Ciudad Esmeralda, a Dorothy le hubieran dicho oye, pásate por donde los winkis para comprar el pan.
Que me podía haber rendido, pero es que yo estaba a topísimo con lo de la supervivencia, me había hecho una mochila prepper con un cargador solar, agua, comida, dinero en efectivo, un botiquín y hasta cerillas por si tenía que prenderle fuego a algo.
Coger un taxi ni me lo planteé. No había ni uno libre, y los que pasaban llevaban tres o cuatro personas ya. Aproveché una miajita de internet para mirar cómo llegar a mi destino y descubrí que había un autobús que salía desde Moncloa, así que lo único que tenía que hacer era llegar a Moncloa. Cogí Gran Vía por la acera de los pares con la idea de ir andando hasta que pasara un autobús, y tuve la tremenda suerte de subirme a uno en Plaza de España. Y además había sitio para sentarse. Y además al lado de los cargadores para el móvil. Donde procedí a recargar el móvil, exhausto de buscar señal, turnándome con otros viajeros que también tenían el móvil canino.
Una hora más tarde, el autobús seguía a una parada de Moncloa. Habría tardado exactamente la mitad si hubiera ido andando, pero me habría perdido la charla del señor que nos explicaba que esto tenía que haber sido Putin. O Israel. O ambos.
El busero me abrió la puerta a mitad de calle y me fui andando hasta Moncloa donde, una vez más, tuve suerte y me subí a un autobús enseguida. Y además había sitio para sentarse. Y además al lado de los cargadores para el móvil. Y una vez más procedí a turnarme con otros viajeros para cargar el móvil.
La salida de Madrid era un atasco. La entrada estaba desierta. Con tremenda lentitud, hicimos un recorrido que, para total regocijo de los viajeros, pasaba por delante de La Moncloa.
No lo alargo más: conseguí llegar a trabajar. Solo tardé cuatro horas, cuando normalmente tardo media. Pero llegué.
Estaba orgullosísima de mí misma. Y empapada de sudor. Y méándome viva. Pero esa es otra cuestión.
En fin.
El problema, el verdadero problema, fue volver a casa.
Básicamente porque (casi) todos los accesos a Madrid estaban cerrados. Eran pasadas las doce de la noche, íbamos en coche por una carretera desierta, y cada vez que parecía que podíamos entrar a Madrid nos encontrábamos el paso cortado por camiones de tráfico o de limpieza totalmente atravesados y, lo más espeluznante de todo, totalmente vacíos. Dimos vueltas y vueltas durante casi dos horas, buscando un carrilito que se hubieran dejado sin cerrar y topándonos con las barreras más dispares, acercándonos a casa un poco más en cada vuelta, hasta que conseguimos cruzar el puente de Segovia.
Respiramos aliviados. Ya estábamos casi en casa. En el peor de los casos, siempre podíamos aparcar y acabar el viaje a pie.
Tiramos por el Paseo de la Ermita, pensando que lo íbamos a conseguir, cuando, justo delante del cementerio, nos encontramos la calle cortada por dos lecheras y unos veinte policías en plan Rambo.
Por si no conocéis la zona, os traigo la imagen de Google Maps.
A la izquierda hay un parque enorme. A la derecha hay un cementerio enrome. Y en medio, todos los antidisturbios que no nos habíamos encontrado en dos horas dando vueltas por los alrededores de Madrid.
-Pero qué coño.
Giramos hacia Quince de Mayo despacio, muy despacio.
-Pero qué coño -repetí. Unas veinte o treinta veces-. Pero qué coño. ¿Qué hacen todos esos policías ahí? Si esto es todo campo. Pero qué coño. Delante del cementerio.
-Lorz -me dijo ZaraJota-, ¿te acuerdas de cuando Pedro Sánchez dijo que solo le faltaba el apocalipsis zombi?
-Uy.
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